Una geografía prestada
Para los que
conocen mi ciudad escribo con un poco de complicidad que los últimos diez años no
fueron nada fáciles; para los que no, sabrán por las noticias que ya no hubo ni
habrá, en toda la región pampeana, veranos como los de antes.
Tanto hablar de la capa de ozono, tanto decir que esas cosas no pasan y
que los científicos, tentados por quién sabe qué engaño comercial, exageraban
en sus argumentos para asustar a la gente y, finalmente, resultó que tenían
razón nomás… Aquel año en Azul nevó, después de casi dos décadas, durante todo
un mes. Después de eso, ya nunca más se volvió al clima habitual de la pampa.
Muchas personas mayores no soportaron el cambio, se perdieron cosechas,
culpamos a los intendentes y, al final, pasó lo que era de esperarse en un
pueblo que ya está cansado de las promesas: nos acostumbramos al frío y a sus
consecuencias. Entre otras cosas, esta novedad también dio lugar a emprendimientos
raros.
Yo hacía un tiempo había vendido el auto para comprar una camioneta,
porque por aquellos años viajaba con regularidad al campo y ya me había cansado
de quedarme a mitad de camino cada vez que llovía. Mis clientes, que son
generosos hasta el momento en que se les pide un favor, no se mostraban ni
serviciales ni flexibles cada vez que llegaba tarde o directamente no llegaba. El
día que estoy recordando para este relato me había tocado visitar a los Araya,
un matrimonio de ancianos que criaba animales en un campo que estaba para el
lado de la capital, desviándose unos pocos kilómetros hacia la derecha de la
ruta 3, por un caminito bastante desparejo. Ese camino tenía una ventaja, y era
que la tosca del terreno no hacía barro; tenía, por otro lado, una desventaja:
si no se iba atento, la nieve podía quitarle a uno el volante de las manos y se
podía terminar en la zanja lateral. No soy asustadizo de esas cosas, sobre todo
cuando al volante voy yo, pero a este camino le tenía respeto, que es una
manera de decir que le tenía desconfianza.
Estaba citado al mediodía para chequear el estado de unos terneros y llevar
un plan de dieta para los chanchos, que habían dejado de engordar. Además, el
señor Araya me había explicado por teléfono que quería probar unos nuevos
anticuerpos que él mismo elaboraba en una especie de farmacia que tenía en un
galpón, por lo que me pedía el favor de llevarle unos sueros extra.
No me costó trabajo llegar al campito, porque en primavera, a esas horas
de la mañana, el camino ya se descongelaba y se podía transitar con seguridad,
al menos hasta que se hiciera un poco de barro. Al pasar la tranquera, otro
camino más angosto y con piedritas llevaba hasta la casa.
Me acerqué golpeando las manos, al tiempo que dos perros se me acercaban
para curiosear. En una mesita de madera vieja había un tacho con agua clara,
una hoja de cuchillo sin cabo y una piedra para asentar. La transparencia del
agua o el frío visual del acero dulce me deben haber dado sed, y para mitigarla
hundí los dedos en el tachito helado. Enseguida se asomó el dueño de casa, con
un mate galleta en la mano. Me sequé los dedos en el pantalón antes de darle la
mano y enseguida pasamos a la cocina.
El vuelo de los moscardones amenizaba el silencio de la cebadura. Sobre
la mesa había desparramadas jeringas de plástico, dos vasitos de vidrio,
revistas con fotos de la Antártida, un reloj pulsera. En el primer beso al mate
sentí de repente el intenso y áspero sabor verdoso que da la hoja de yerba
húmeda, pero también el olor del césped que crecía allá afuera y otro más
penetrante que en ese momento no pude identificar.
Araya caminó hasta la mesa, pava en mano, y ocupó la silla del frente.
Barriendo con el antebrazo los objetos que le estorbaban hizo un espacio para
la pava. Hablamos poco, de temas arbitrarios. Mi cliente parecía no inmutarse
ni por los largos silencios ni por mis intentos de apurar la visita a los
animales. El tiempo se dilató hasta que tomé la iniciativa y me puse de pie. El
patrón apuró el mate, haciéndolo carraspear un par de veces, y juntos salimos
al campo.
A esas horas el sol entibiaba los hombros pero, al mismo tiempo, una leve
corriente de aire fresco hacía cabecear las varas de cardo y destemplaba el
encordado de los alambres. Creo que bromeamos con eso, recordando el calor
de otras épocas a esa altura del año. Caminamos entre corrales, abrimos y
cerramos tranqueras, pisamos varias veces las verdes sombras de los eucaliptos
y por último salimos a un descampado en el que los animales se desparramaban en
rutinarios ejercicios de pastura lenta. Me sorprendió que varias de las
vacas tuvieran el cuero lastimado y que una humedad de sangre les aplastara el
pelaje en los costados. Pregunté a Araya si los animales se rascaban por algún
motivo en las púas de los alambrados, pero esquivó la pregunta y siguió
caminando. Cuando pasamos por uno de los corrales en donde una docena de
chanchos rezongaba con vigor, vi que uno de ellos estaba tirado de lado. El
animal estaba muerto, con el cuerpo lastimado como si le hubieran hundido
varias veces en el lomo la punta de una lanza. Araya me miró, negó con la
cabeza, y me indicó con la mano que siguiera andando.
Cuando llegamos al galpón, el aire del campo que se arremolinaba en su
interior devolvía un aroma medicinal. Sobre un banco de madera, decenas de
frasquitos y cajas con remedios se amontonaban sobre papeles de diario y latas
sin etiqueta. De uno de los bordes de la mesa goteaba un líquido espeso, del
color del ámbar, que se arrastraba hasta el piso en una lenta y eterna carrera.
Le pedí que me contara sobre ese nuevo suero con el que estaba inyectando a
varios de sus animales, y después de mirarme por un momento (creo que estaba
decidiendo, íntimamente, si yo merecía o no su confianza) empezó:
–Bueno, usted sabe que con el clima frío muchos de los animales no
rinden lo que antes. Yo creo que lo que perjudica a los criadores son
los anticuerpos, que en algún momento ceden. Pero, bueno, es claro que no están
hechos para semejantes heladas: el invierno pasado se me murieron más de
cincuenta animales. Y me acordé de que, cuando trabajaba en el laboratorio, el
doctor que me enseñó a vacunar y desparasitar siempre decía que el
día que el hombre de campo encontrase la manera de mantener los anticuerpos en
guardia, reforzando proteínas, no iba a haber motivos para preocuparse.
Pasaron, qué sé yo, unos quince años… probé todo tipo de combinaciones de
sueros y vitaminas, pensé que adaptar animales a un entorno nuevo quizás no era una guerra perdida, y nada; algo debía estar haciendo
mal. Así que no me desanimé, pero, como no le encontraba la vuelta, ya
estaba perdiendo interés. Y una tarde mientras leía la biografía de un prócer
nuestro tuve la idea; la verdad es que me entusiasmé, pensé en invertir
una plata que tenía ahorrada y todo… Además, se dio que tenía acá
atrás -señaló con el pulgar y por sobre el hombro hacia el lado del arroyo-
unas hectáreas libres que no sabía si vender o arrendar, y las usé para armar
una especie de reserva. Están medio escondidas; ahí hago los ensayos. Pero, bueno, por ahora no me haga hablar de más.
En ese momento los dos nos volvimos hacia la entrada, porque el portón de
chapa se había cerrado en un frenético movimiento que nos dejó a oscuras. Al
salir, vimos lo que no podíamos haber imaginado minutos antes: la tormenta. El
cielo, surcado por el vuelo nervioso de pájaros en alarma, parecía haberse
arremolinado sobre nosotros en una plomiza acuarela cargada de agua. Los
primeros rayos sablearon el aire y tuvimos que correr hasta la casa mientras la
lluvia se descargaba, pesada, sobre el campo.
Desde adentro, apenas se podía mirar por las ventanas. Agua y aire se
equilibraban en una sofocante paz que apenas se interrumpía, cada tanto, con el
grito de algún trueno que rajaba el aire. No pudiendo hacer otra cosa más que
esperar, empezamos una ronda de mate.
Con la humedad que cargaba la atmósfera de la cocina, aquel olor que
había sentido antes volvió con mayor énfasis. Con disimulo miré alrededor, pero
lo único raro eran unas cajas apiladas al final del corredor que conectaba la
cocina con las habitaciones y el comedor. Una de esas cajas tenía el rótulo del
laboratorio SurAzul, entonces pregunté al dueño si había encargado sueros ahí
también. Me dijo que no, que de esos laboratorios, que operaban mayormente en
la Patagonia, solo había recibido unos envases y folletos. Enseguida cambió el
tema.

Me asomé por la ventana y vi que el agua ahora formaba grandes pantanos.
La esposa de Araya, que hasta entonces solamente se había preocupado por
recargar la pava y mantenerla en servicio, dijo que cuando llovía así había
para rato y que lo mejor era quedarse a almorzar. Acepté, y al rato la señora ya
se empeñaba en un trajín de cacerolas y viajes a la heladera. Para hablar de
algo, pregunté sobre los chanchos, de los que no había podido preguntar antes.
Le dije que ya les había preparado una dieta nueva, que había dejado en la
camioneta, y me preocupé por aquel que habíamos visto lastimado y muerto. Como
no pudo escapar a la pregunta, Araya dijo que desde hacía un tiempo los
animales se peleaban, se atacaban y se lastimaban entre ellos, pero que eso no
era algo anormal. Yo me acordé de que el lomo del que habíamos visto parecía haber
sido picado por algo, pero no quise incomodar con mi insistencia. Araya,
enseguida, cambió de tema y me llevó hasta la pila de cajas en el corredor,
mostrándome una de las etiquetas y diciendo que con esa droga que había
comprado estaba seguro de generar un cambio positivo en la anatomía de los
animales en los que trabajaba. Después, me llevó a recorrer la casa.
El corredor central que unía la cocina con el comedor era largo y muy
frío. A cada lado de las paredes había cuadros con dibujos de animales y varias
puertas que daban a distintas dependencias. Dos de ellas, hacia la derecha,
daban a las dos habitaciones centrales. Otra, del lado izquierdo, daba acceso a
un hall muy grande, con ventanas amplias que mostraban el campo y con una mesa
de hierro y sillones bajos en su centro. Cuando me asomé a este cuarto, que estaba
revestido de baldosas coloradas, vi que una de las paredes tenía un portón de
madera muy similar a esas puertas de las heladeras que se ven en las cantinas
y, en el piso, dos cajas de ventilación como las que usan los acondicionadores
de aire. “¿Y eso?”, pregunté. Araya siguió caminando, y dijo muy vagamente que
no era nada: “un frigorífico casero”, explicó con una risa. Yo creí que, en ese
cuarto, aquel olor era más intenso que en el resto de la casa. El comedor
central era una estancia muy refinada, con una mesa de roble muy amplia, con
arreglos de flores, con más cuadros y con una estufa a leña que, por el estado
general, parecía no haber sido usada ni durante el invierno pasado, ni nunca.
Cuando volvimos a la cocina, una enorme olla plateada vaporizaba el
ambiente con un delicioso olor a carnes y a verduras. El agua hervía, en
gárgaras de caldo, trozos de pollo mientras la señora, de tanto en tanto,
molestaba aquel proceso con un largo cucharón de madera. En otra ollita más
chica, unos trocitos de carne blanca, tal vez de cerdo, susurraban sibilantes
en un proceso de cocción lenta. No pude evitar un comentario que elogió a la
señora. De un mueble colgado en la pared, el dueño sacó una botella de vino que
trajo a la mesa junto con un queso y una bolsa de galletas. Afuera, la lluvia
se violentaba contra el techo y contra el campo con más fuerza que antes. Pensé
en el barro que se estaría formando afuera y apenas me preocupé por el regreso,
porque la verdad es que el hambre que fomentaba aquel aroma a cocina de campo
me distrajo de cualquier otra inquietud.
Comimos en medio de una charla que fue torpe al principio y animada
después. El vino le dio sal a la conversación y en su botella empañada por el
vapor de la olla encontramos el primer tema:
–No es uno de los mejores vinos, pero acompaña bien el sabor de la carne
y del pan, que no es poco -dijo, mientras sostenía el vasito turbio con la yema
de los dedos.
Yo le di la razón: dije que la cabernet era mi uva preferida, y que el
sabor de esa cosecha en particular se había favorecido con el nuevo clima frío.
Enseguida cambiamos el tema y, no me acuerdo cómo, volvimos a hablar de la cría
de animales.
Yo había llevado una caja con sueros que Araya pagaba sin protestar,
pero de todos modos me daba curiosidad su proyecto.
–Primero pensé en las ventajas de adaptar a los animales al frío -empezó-.
Pero después me entusiasmé con otra idea. Ojo, todavía no quiero dar detalles…
No se ofenda, pero hasta no estar seguro no quiero andar diciendo una cosa por
otra. Basta con saber que a esos sueros, ahora, les voy a dar otro uso. El uso contrario al que le iba a dar en un principio. Así de simple: otro uso, en
otros animales -la mujer, en ese momento, lo miró como recriminándole un exceso
de información. A lo mejor el vino lo había entusiasmado como para soltar la lengua; a lo
mejor la vanidad estaba venciendo a la voluntad de guardar un secreto-. En
definitiva, a la larga los animales, lo mismo que uno, se acostumbran a todo.
El desafío de un criador, me parece a mí, está en aprovechar las circunstancias
para ser pionero en otro tipo de negocio. En fin… -dijo mientras se echaba para
atrás en la silla y cruzaba las manos sobre la barriga.
La señora enseguida me sirvió más vino y se levantó para juntar los
platos. Ahora la luz era más escasa y apenas se filtraba por las ventanas. La
cortina de agua que se dejaba caer allá afuera era constante y pesada y
adormecedora.
Después del almuerzo fuimos con Araya al comedor central. Pasaron horas
mientras fumábamos mirando la lluvia y ahora la tarde había madurado en la
víspera de una noche húmeda y difícil. Aquel olor penetrante se había vuelto a
colar por los corredores.
En un momento en que la puerta se entreabrió, empujada por alguna brisa
perdida, vi que la señora iba de la cocina al cuarto de baldosas coloradas con
un balde en la mano y unas gruesas botas de goma. Ese desfile se habrá repetido
unas tres veces; cuando me acomodé para mirar mejor por el espacio que se
dibujaba entre el marco y la puerta, me sobresaltó el timbre de un teléfono.
Araya atendió y habló en voz baja, tratando de no revelar demasiado.
Parecía seriamente preocupado y para que pudiera hablar con mayor intimidad me
alejé un poco, fingiendo mirar uno de los cuadros cerca de la estufa. Traté,
sin embargo, de escuchar la conversación con gran empeño. Cada tanto me llegaban
ráfagas de frases y sílabas desconectadas que trataba de entender: “el jueves”,
“no se adaptan, los paso y se mueren”, “cancelo la próxima entrega hasta ver
qué pasa”, “¿los pone violentos?”, “un platal”, “poco espacio”, “yo tampoco
sabía, me hicieron un pozo”, “se escaparon cuatro”… Cuando cortó la
comunicación, esperé a ver si a lo mejor me comentaba el motivo de su
preocupación; eso no pasó.
El destino siempre nos tiene una sorpresa: yo, que pensaba resolver todo
el asunto en un par de horas, me veía de repente varado en una casa ajena y en
medio de un pantanal. Y lo cierto era que a pesar de la buena predisposición de
aquella gente, que me aconsejaba no salir, algo había en el ambiente que me
daba escalofríos, como si por los estrechos corredores de aquella casona
acechara un aire ártico que oprimía el pecho. Me sentí angustiado de repente, y
con ansiedad extrañé mi sillón, mi pipa, la compañía de mi gato… Pero tratando
de tomar la situación con madurez (es decir, con resignación) me dije que nada
se podía hacer sino esperar: si salía, lo más probable era que terminara al
costado del camino, porque la lluvia era violenta y los caminos inciertos, y
porque siempre creí que a un episodio de mala suerte es muy probable que le
sigan otros.
Ya casi no había luz en el ambiente, y los dueños de la casa prendieron
unas lamparitas que se alimentaban de un generador a nafta. La luz resultante
era pálida, insuficiente y pintaba los rostros con un apagado amarillo febril.
Por tercera vez, mateamos. El sonido de la lluvia ensordecía y apagaba el
del motor del generador eléctrico, y el viento ahora castigaba las paredes
desde el lado del arroyo.
Las horas pasaban lentas y el agua no daba tregua. Para la cena, la señora
preparó una ensalada que mezcló (creo) con carne de pollo. Después de unos
vasos de vino nos dio sueño, y Araya me mostró la que sería mi habitación.
Una vez solo, me dediqué a recorrer el espacio: era chico, pero con el
techo muy alto. En los rincones se había acumulado algo de humedad y el piso de
mosaicos enfriaba el ambiente (no sé por qué, pero el frío del piso me recordó
aquel tachito de agua helada en el que antes había hundido los dedos y volví a
sentir sed; sed que aguanté para evitar un posterior viaje al baño). Restando
esos pormenores, el lugar era bastante agradable: la cama era alta y muy
cómoda, un mueble de pino ofrecía un amplio espejo ovalado, una estantería
sostenía una pila de libros, y de una de las paredes colgaba una lámina con un
paisaje florido. La puerta vidriada mantenía la intimidad gracias a dos
cortinitas que caían acartonadas a cada lado del picaporte. Elegí de entre la
pila un libro al azar y me lo llevé a la cama. La luz del velador apenas
suficiente y la música de la lluvia castigando la casa me vencieron en un
plácido sueño profundo que me hizo soltar libro y voluntad.
Por un par de horas dormí así, a medio vestir, hasta que un impulso
inconciente me hizo apagar la luz del velador. De repente (¿a los minutos? ¿A
las horas?), algo me despertó.
No podría explicar bien qué tipo de sensación me puso en alerta, pero
juro haber tenido la impresión de que algo o alguien empujaba la puerta de mi
habitación, y que esta cedía en un rechinante gesto de terrorífica cortesía.
Por un momento vacilé, creyendo que a lo mejor alguien de la casa se había
acercado para ver si necesitaba algo y que al verme dormido se había vuelto a
su cuarto. Caminé hasta la puerta y, sin soltar el picaporte, miré a los lados
del corredor oscuro. Nada. Volví a la cama y me quedé dormido.
El segundo desvelo fue más violento. Sentí (y esto ya pasaba de ser una
mera impresión) un fuerte dolor punzante en el pie. Algo filoso y firme me
había picado, o mordido. Si bien es cierto que salí del sueño en un frenético instante
de desconcierto, puedo jurar que vi una silueta abandonando la habitación; una
silueta baja, como de un nene gordo y torpe que escapaba de manera ridícula a
los tumbos. Recuerdo, además, un chapoteo como de pies descalzos y una
respiración agitada que le dieron al cuadro una retórica repugnante. Encendí el
foquito enclenque y me saqué la media: arroyos de sangre bajaban por el empeine
y un dolor agudo me palpitaba en los dedos. Salí a tientas por el corredor,
tratando de llegar al baño. Ahí me lavé y me tranquilicé un poco. Tomé bastante
agua y, al volver, pasé de largo por mi cuarto y salí al comedor central, que a
esas horas parecía más frío y más triste. Un rectángulo de claridad se alargaba
desde las ventanas hasta la puerta, recortando la pinotea del piso en un triste
claroscuro. Tuve la fantasía de irme así, sin avisar; pero la lluvia, que ahora
era mansa, todavía no cesaba y se deshilachaba sin prisa sobre el verde
anochecido del campo.
Pensé en hacer tiempo, desvelado, hasta que clareara, pero no sabía qué
lugar de la casa sería el más seguro: si alguien que yo no había visto durante
el día se escondía por ahí, podría volver y asustarme; si los dueños se
despertaban, tener que explicar mi estancia en el comedor a esas horas hubiera
sido embarazoso; por otro lado, si lo que me había lastimado era un animal, era
preferible quedarme en el cuarto. Mientras volvía a la habitación con aquella
débil claridad a mis espaldas, tratando de memorizar el camino oscuro que tenía
por delante, sentí que con mi pierna rozaba algo que sobresalía de un aparador.
Era una libretita espiralada. La acerqué al rectángulo de claridad y con mucho
esfuerzo alcancé a ver notas, dibujos y cartoncitos pegados con cinta. Uno de
aquellos dibujos mostraba la figura de lo que me pareció un gran pájaro, pero
de aspecto humanoide, del que salían flechas y apuntes. En uno de los
cartoncitos reconocí el nombre de un químico experimental que años atrás había
usado para tratar un problema glandular en unos terneros y pensé que, a lo mejor,
en esa libretita Araya apuntaba las fórmulas de las que había hablado. La devolví
al aparador y me encerré finalmente en el cuarto.
Estuve en un estado de alerta casi permanente, luchando con el cansancio
hasta que la duermevela me acunó en un sueño definitivo. A la mañana siguiente
me despertaron los pasos de los Araya, que iban y venían por el corredor.
Escuché que entraban al cuarto de baldosas coloradas, que daba a mi habitación,
y que discutían susurrando. Apoyando la oreja en la pared, traté de seguir la
conversación: la señora repetía, con frecuencia, “te dije, te dije”, y “hay que
poner candado”. Araya trataba de hacerla callar. Esperé unos minutos, me vestí
ruidosamente para darles tiempo de disimular, y salí al corredor. No creí
oportuno mencionar el episodio de la noche, principalmente por pudor.
Ya en la cocina, mi cliente me puso al tanto de la situación: ya no
llovía y los caminos más seguros eran los que cruzaban los montes para el lado
del norte y por los que podría retomar la ruta 3 una vez pasado el cruce del
arroyo. Con el permiso de usar esos caminos, que pertenecían al campo de esta
gente, me sentí más tranquilo.
Antes de dar marcha a la camioneta, le alcancé a Araya la planilla en la
que tenía el plan de dieta y la caja con los sueros que me había pedido. Me
pagó, le agradecí la generosidad, nos dimos la mano.

Cuando volvía por el camino más firme, peleando cada tanto con el
volante, pensaba en aquel proyecto de Araya y me dio curiosidad. A veces no sé
por qué me da vergüenza preguntar en el momento ciertas cosas en nombre de la
discreción. Me consuela saber, sin embargo, que Araya fue claro en sus límites,
dando a entender hasta dónde se permitía contar y hasta dónde no. Pero como
creí que la lastimadura en el pie me daba cierto derecho a reclamar algún tipo
de explicación, decidí volver en el sentido opuesto: sabía que si era capaz de
rodear el monte vecino por detrás, podría ver sin peligro de ser visto, al
menos en una parte, la reserva que daba a los fondos de la casa de Araya. Así
lo hice.
Tratando de mantenerme en la huella, manejé por camino de barro con gran
habilidad. En el primer cruce, retomé el sendero del monte y me alejé del arroyo
unos mil metros. Llegué a la arboleda, estacioné la camioneta y bajé con unos
prismáticos que llevo en la guantera. Al amparo de unos eucaliptos me acomodé y
enfoqué las lentes para el lado del campo de mi cliente. La reserva en cuestión,
según había entendido, debía ser el llano que yo tenía ahora por delante.
Hice un barrido horizontal, me detuve en algunos pájaros, vi lo que parecía
un estanque natural. Ese era el único lugar del descampado en el que parecía
haber actividad. Enfoqué de nuevo las lentes y por fin los vi…
Al principio tardé en entender lo que estaba viendo y me acerqué
peligrosamente al alambrado para mirar mejor, a riesgo de que me vieran desde
la casa; pero inmediatamente después, hipnotizado por el cuadro que tenía en
frente, perdí todo recaudo y me acerqué todavía más. Lo recuerdo y la piel se
me eriza: creo no exagerar si escribo que el más alto medía más de metro y
medio y que se erguía en la pampa con una pena infinita. El resto, de tamaños
variados, se arrastraba de un lado a otro como sobrevivientes de una gran
catástrofe. Cerca de una gran roca, una colonia de unos quince o veinte se
agolpaba agonizante alrededor de un macho adulto, de aspecto triste y enfermo,
que luchaba por mantenerse en pie, como si la verticalidad fuera la dignidad
última de un líder derrotado. La gran mayoría, con los picos hundidos en el
barro, se dejaba morir... Todo el resto era un cuadro ya no melancólico, sino
más bien desagradable: los cuerpos de unos doscientos pingüinos corrompiéndose
en la llanura, volviéndose carroña en la brava inmensidad de una geografía
prestada.
FIN